Donde habita la mente
Mucho tiempo fui parte de los idealistas que romantizan el escape, probablemente haya sido la mayor parte de mi vida. “Vete al sur”, “desconéctate”, “búscate en la naturaleza”. Como si la libertad estuviera en el bosque, y la paz en el playa. Como si el problema fuera el lugar, y no la forma en que habitamos el mundo.
No quiero pecar de inconsecuente pero de seguro seguiría pensando lo mismo si no hubiese atravesado la lesión medular y, al principio de esta, sentirme un prisionero de mi propio cuerpo.
Pero la verdad —incómoda, existencial, radical— es que no hay paisaje que cure una mente que no sabe estar consigo misma.
Por eso decidí trabajar en la mente como espacio de libertad. Amaba estar lejos del ruido: mochilear, hacer dedo, viajar en moto con mi carpa y mi saco y dormir donde fuese. Pero tuve que aprender —y sigo aprendiendo— que la verdadera capacidad radica en poder estar en medio del ruido sin perderse. Lo mismo ocurre con la tranquilidad: no la otorga el silencio externo, sino la habilidad de sostener el caos sin que te devore.
Desde la filosofía existencialista, la libertad no se encuentra: se ejerce. Sartre decía que estamos “condenados a ser libres”, porque incluso no elegir es una elección. Y eso implica responsabilidad. Implica conciencia y por sobretodo implica incomodidad, algo que no entendía del todo y que que sigue siendo parte de mi proceso.
Camus, por su parte, hablaba del absurdo: ese choque entre el deseo humano de sentido y un mundo que no lo ofrece. ¿La respuesta? No huir. No escapar. Sino rebelarse. Aceptar el sinsentido y seguir creando.
¿Y la naturaleza? La naturaleza puede ser refugio. Puede ser espejo. Puede ser pausa. Pero no es solución. Irse al sur —mi escape de toda la vida— no arregla el norte interno. Caminar por el bosque no borra el ruido mental. El silencio externo no reemplaza el trabajo interno.
Sí, es redundante, pero la paz no está en el paisaje. Y eso lo entendí con la práctica continua de saber estar presente y consciente del tiempo y del espacio que habito. En cómo nos hablamos y aprendemos a entendernos. En cómo nos sostenemos con cada una de las condenas que solemos imponernos. En cómo enfrentamos el vacío sin decorarlo y en cómo decidimos. Decidimos no rellenar esos vacíos que, aunque incómodos, son inmensamente importantes. Son parte del día a día.
La paz, la tranquilidad, el escape… no son geográficos. Son estados de presencia. Se pueden encontrar en cualquier lugar —en una habitación, en una silla de ruedas, en una conversación honesta— siempre que estemos realmente ahí. Conscientes. Sin huir.
Y por eso quiero llamarlo "La rebelión tranquila". La verdadera rebelión no evade, o intenta no hacerlo. Es decir: “aunque el mundo esté roto, yo elijo estar presente”. Es no necesitar escapar para respirar. Es construir un espacio interno donde el pensamiento no sea enemigo, este debe ser aliado y aprender a habitarse sin miedo. Es estar, incluso cuando estar duele.