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La forma cambia, el propósito se afina.

Ozymandias

Ascendemos. Eso hacemos desde el primer segundo: empujar hacia arriba, conquistar, construir, intentar dejar una marca. Y mientras subimos, creemos que ese impulso es eterno, que nuestra vida, nuestras obras, nuestras decisiones, de alguna forma, permanecerán. Pero el descenso empieza antes de que lo notemos. Cada día cedemos un poco, envejecemos un poco, perdemos un poco. Y entre ese ascenso inevitable y ese descenso silencioso está nuestro intersticio: la experiencia humana, breve, limitada y frágil.

Ese intermedio es todo lo que somos. Una chispa entre dos oscuridades. Y, aun así, vivimos como si tuviéramos garantizada la eternidad, como si cada logro tuviera la obligación de sobrevivirnos. Nos aferramos a nuestras victorias como si fueran monumentos. Pero la realidad es que el mundo no está obligado a recordarnos.

Ahí es donde Ozymandias se vuelve un espejo brutal. Un rey que levantó estatuas gigantescas para proclamarse dueño del tiempo, convencido de que su poder sería inmortal. Y lo único que queda de él es eso: ruinas en un desierto, una cara rota medio enterrada, y una inscripción que ya no intimida a nadie. Toda su grandeza reducida a polvo. Todo su ascenso tragado por el mismo destino que nos espera a todos.

Ese poema no habla solo de reyes. Habla de nosotros. De nuestra ilusión de permanencia. De lo poco que realmente dura cualquier cosa que hacemos. Y de lo absurdo que sería desperdiciar nuestra vida persiguiendo grandezas que terminarán igual: olvidadas, erosionadas, reemplazadas.

Si entendemos esto, la vida cambia de enfoque. La cuestión no radica en levantar monumentos, sino de habitar ese intersticio con conciencia. Amar a quienes quieres mientras están aquí. Decir lo que importa antes de que el descenso lo silencie. Disfrutar la intensidad finita del tiempo, sabiendo que nada se sostiene para siempre, pero que mientras dura, puede ser convertirse y ser algo profundo.

Ozymandias creyó que su poder lo elevaba por encima de la muerte. Nosotros, si somos más lúcidos, entendemos que la verdadera grandeza no está en ascender para ser recordados, sino en vivir con los pies en la tierra, sabiendo que todo es transitorio y que justamente por eso vale la pena.

Ascendemos. Descendemos. Y en ese pequeño espacio intermedio —mucho más pequeño de lo que estamos dispuestos a aceptar— ocurre la única vida que tenemos. Que no sea un desierto de ruinas, sino un instante bien vivido.

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