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Ozymandias
Ascendemos. Eso hacemos desde el primer segundo: empujar hacia arriba, conquistar, construir, intentar dejar una marca. Y mientras subimos, creemos que ese impulso es eterno, que nuestra vida, nuestras obras, nuestras decisiones, de alguna forma, permanecerán. Pero el descenso empieza antes de que lo notemos. Cada día cedemos un poco, envejecemos un poco, perdemos un poco. Y entre ese ascenso inevitable y ese descenso silencioso está nuestro intersticio: la experiencia humana, breve, limitada y frágil.
Ese intermedio es todo lo que somos. Una chispa entre dos oscuridades. Y, aun así, vivimos como si tuviéramos garantizada la eternidad, como si cada logro tuviera la obligación de sobrevivirnos. Nos aferramos a nuestras victorias como si fueran monumentos. Pero la realidad es que el mundo no está obligado a recordarnos.
Ahí es donde Ozymandias se vuelve un espejo brutal. Un rey que levantó estatuas gigantescas para proclamarse dueño del tiempo, convencido de que su poder sería inmortal. Y lo único que queda de él es eso: ruinas en un desierto, una cara rota medio enterrada, y una inscripción que ya no intimida a nadie. Toda su grandeza reducida a polvo. Todo su ascenso tragado por el mismo destino que nos espera a todos.
Ese poema no habla solo de reyes. Habla de nosotros. De nuestra ilusión de permanencia. De lo poco que realmente dura cualquier cosa que hacemos. Y de lo absurdo que sería desperdiciar nuestra vida persiguiendo grandezas que terminarán igual: olvidadas, erosionadas, reemplazadas.
Si entendemos esto, la vida cambia de enfoque. La cuestión no radica en levantar monumentos, sino de habitar ese intersticio con conciencia. Amar a quienes quieres mientras están aquí. Decir lo que importa antes de que el descenso lo silencie. Disfrutar la intensidad finita del tiempo, sabiendo que nada se sostiene para siempre, pero que mientras dura, puede ser convertirse y ser algo profundo.
Ozymandias creyó que su poder lo elevaba por encima de la muerte. Nosotros, si somos más lúcidos, entendemos que la verdadera grandeza no está en ascender para ser recordados, sino en vivir con los pies en la tierra, sabiendo que todo es transitorio y que justamente por eso vale la pena.
Ascendemos. Descendemos. Y en ese pequeño espacio intermedio —mucho más pequeño de lo que estamos dispuestos a aceptar— ocurre la única vida que tenemos. Que no sea un desierto de ruinas, sino un instante bien vivido.
Donde habita la mente
Mucho tiempo fui parte de los idealistas que romantizan el escape, probablemente haya sido la mayor parte de mi vida. “Vete al sur”, “desconéctate”, “búscate en la naturaleza”. Como si la libertad estuviera en el bosque, y la paz en el playa. Como si el problema fuera el lugar, y no la forma en que habitamos el mundo.
No quiero pecar de inconsecuente pero de seguro seguiría pensando lo mismo si no hubiese atravesado la lesión medular y, al principio de esta, sentirme un prisionero de mi propio cuerpo.
Pero la verdad —incómoda, existencial, radical— es que no hay paisaje que cure una mente que no sabe estar consigo misma.
Por eso decidí trabajar en la mente como espacio de libertad. Amaba estar lejos del ruido: mochilear, hacer dedo, viajar en moto con mi carpa y mi saco y dormir donde fuese. Pero tuve que aprender —y sigo aprendiendo— que la verdadera capacidad radica en poder estar en medio del ruido sin perderse. Lo mismo ocurre con la tranquilidad: no la otorga el silencio externo, sino la habilidad de sostener el caos sin que te devore.
Desde la filosofía existencialista, la libertad no se encuentra: se ejerce. Sartre decía que estamos “condenados a ser libres”, porque incluso no elegir es una elección. Y eso implica responsabilidad. Implica conciencia y por sobretodo implica incomodidad, algo que no entendía del todo y que que sigue siendo parte de mi proceso.
Camus, por su parte, hablaba del absurdo: ese choque entre el deseo humano de sentido y un mundo que no lo ofrece. ¿La respuesta? No huir. No escapar. Sino rebelarse. Aceptar el sinsentido y seguir creando.
¿Y la naturaleza? La naturaleza puede ser refugio. Puede ser espejo. Puede ser pausa. Pero no es solución. Irse al sur —mi escape de toda la vida— no arregla el norte interno. Caminar por el bosque no borra el ruido mental. El silencio externo no reemplaza el trabajo interno.
Sí, es redundante, pero la paz no está en el paisaje. Y eso lo entendí con la práctica continua de saber estar presente y consciente del tiempo y del espacio que habito. En cómo nos hablamos y aprendemos a entendernos. En cómo nos sostenemos con cada una de las condenas que solemos imponernos. En cómo enfrentamos el vacío sin decorarlo y en cómo decidimos. Decidimos no rellenar esos vacíos que, aunque incómodos, son inmensamente importantes. Son parte del día a día.
La paz, la tranquilidad, el escape… no son geográficos. Son estados de presencia. Se pueden encontrar en cualquier lugar —en una habitación, en una silla de ruedas, en una conversación honesta— siempre que estemos realmente ahí. Conscientes. Sin huir.
Y por eso quiero llamarlo "La rebelión tranquila". La verdadera rebelión no evade, o intenta no hacerlo. Es decir: “aunque el mundo esté roto, yo elijo estar presente”. Es no necesitar escapar para respirar. Es construir un espacio interno donde el pensamiento no sea enemigo, este debe ser aliado y aprender a habitarse sin miedo. Es estar, incluso cuando estar duele.
La Falacia Ontológica de la Esperanza
Infiltrado en la visión existencial de Rust Cohle, explorando la ilusión moderna de la esperanza y cómo el acto de esperar puede convertirse en una trampa ontológica: un autoengaño que nos aleja de la acción, del presente y de la autenticidad del ser.
Pues la esperanza se convierte en la forma refinada de huir.
Una huida disfrazada de fe, de optimismo, un aplazamiento constante de la vida bajo la promesa ilusoria de un mañana que nunca llega. El humano que espera no vive por que se acostumbró a la postergación de sus actos.
Y en esa postergación, sacrifica el único territorio que realmente le pertenece —el presente— en nombre de una posibilidad abstracta que no tiene dueño.
Esperar es, en esencia, una negación de nosotros mismos.
Una suspensión voluntaria del movimiento, una forma de exilio interior donde la acción se sustituye por el innecesario anhelo.
El que espera se aferra a la idea de que algo —o alguien— vendrá a salvarlo.
Pero esa idea es el mecanismo más antiguo de la servidumbre humana.
La esperanza, cuando se convierte en refugio, se transforma en una falacia ontológica: una mentira sobre la existencia misma. Se le atribuye al tiempo un poder que no posee, como si el devenir y su futuro fuesen agentes morales capaces de redimir el sufrimiento.
Pero el tiempo no cura; solo transforma la forma del dolor. Nos autoengañamos con frases palomiteras de que "El tiempo lo cura todo", dejando de lado el valor de las decisiones.
El universo no concede compensaciones por la paciencia, ni repara injusticias por el simple hecho de haberlas soportado. Al universo le somos indiferentes pero seguimos creyendo que, por tener conciencia e interpretar el mundo a nuestro antojo con nuestros frágiles sentidos, miramos al cielo y creemos que somos especiales y nos arrodillamos, dando gracias por vivir.
El problema no es la desesperanza, sino la ilusión de que la esperanza tiene sentido.
La esperanza adormece el juicio, debilita la voluntad, y convierte la existencia en un largo paréntesis entre lo que fue y lo que “podría ser”.
El acto filosófico más radical no es esperar, sino aceptar: aceptar la falta de garantías, la indiferencia del mundo, la desnudez del presente.
Solo desde ahí el ser humano puede actuar con autenticidad, sin pedirle al futuro que le devuelva lo que ya perdió.
La falacia de esperar no está en el tiempo, sino en nosotros, en esa obstinación infantil por creer que la vida nos debe algo.
Pero la vida no debe.
La vida simplemente es y continúa-
Y el que espera su redención… se condena a sí mismo.
¿Despertar en una sociedad dormida?
¿Se puede estar despierto en una sociedad que se aletarga lentamente, cayendo en un sueño placentero y profundo, embriagado unicamente de lo que necesita padecer?
Últimamente he escuchado a muchos decir que hay momentos en que mirar alrededor se siente como observar un sueño ajeno. Repetir frases sin pensarlas, consumir contenido sin preguntarse, vivir en piloto automático absorbido en un hedonismo crónico convirtiendo el ocio como primera necesidad. Así es como surge la pregunta: ¿Se puede estar despierto en una sociedad dormida?
Difícilmente haya una respuesta cómoda, o por lo menos sensata dentro de nuestro ámbito y forma de vivir actual. Forma urgente y sin respiro. Ni mucho menos tiene una respuesta única estando bajo la misma idea fugaz de nuestra manera de vivir moderna.
El sueño colectivo - automatismo y alienación:
Me convenzo cada vez de que nosotros, la sociedad contemporánea, está siendo diseñada para la repetición. Horarios, rutinas, algoritmos, discursos, redes, fatiga virtual. Desde la filosofía marxista, esto se llama alienación: el individuo se separa de sí mismo, de su trabajo, de su deseo, y se convierte en engranaje.
Pero no es la única mirada. Desde el existencialismo, pensadores como Sartre y Camus hablaron de la “náusea” y el “absurdo” como síntomas de una vida vivida sin conciencia. Estar dormido, en este sentido, es vivir sin elegir, sin hacerse cargo de la propia libertad.
La filosofía budista, por otro lado, ve el automatismo como una forma de sufrimiento: la mente atrapada en patrones reactivos, sin presencia. El despertar en esta forma de ver la vida es cultivar atención plena, compasión, desapego.
Incluso desde la filosofía posmoderna, autores como Baudrillard y Foucault advierten que vivimos en simulacros, en sistemas de control disfrazados de libertad. Estar despierto implica ver las estructuras invisibles que nos moldean.
Desde el pensamiento crítico, la mente mortecina no es solo no pensar, es no cuestionar, es aceptar lo dado como natural, es vivir sin preguntarse el por qué.
Películas como Matrix lo ilustran con brutal claridad: la realidad es una simulación, y despertar implica dolor, ruptura, exilio. They Live lo hace con gafas que revelan los mensajes ocultos del poder. Mr. Robot lo lleva al terreno psicológico: despertar es enfrentarse a uno mismo.
Pero, ¿Se puede despertar?:
Estar despierto de por sí crea la incomodidad al ver o analizar lo que otros no quieren ver, sentir lo que otros evitan, pensar más allá de algoritmo virtual. Y esa incomodidad puede intuirse por el miedo a salir del rebaño y que el rebaño te juzgue
Estar despierto no logra ser un estado permanente, al menos difícil con la cantidad de estímulos que necesitamos para llegar a casa y decir "hoy tuve un buen día". Es por ello que la lucidez se convierte en una grieta, en un temblor, en una interrupción en la narrativa de la comodidad del día a día.
Despertar, para mí, viene siendo el advertir que el lenguaje que usamos no siempre es nuestro. Que los deseos que perseguimos quizás fueron sembrados por otros. Que el algoritmo no solo predice lo que queremos, sino que moldea lo que creemos querer. Y eso, muchas veces, duele. Dolor que se convierte en ansiedad y muchas veces, sin darnos cuenta, en depresión.
Duele ver la violencia normalizada. Duele reconocer la injusticia estructural. Duele aceptar que hemos sido cómplices del sistema que nos agota. Duele mirar el cuerpo y notar que también él fue programado para rendir, producir y obedecer.
La ansiedad de no encajar, la rabia de no poder cambiarlo todo, la tristeza de ver cómo el mundo sigue girando aunque uno quiera ir hacia el otro lado. No, el mundo no se va a detener. Mejor dicho, el mundo ya no se detuvo.
¿Y cuál es nuestra mayor descarga de energía? Esperar con ansias, durante todo un año para tener las preciadas vacaciones y "arrancarse". Arrancarse entre comillas, por que el teléfono, como una nueva extensión de nuestro cuerpo, se convierte en un apéndice el cual espero que conceptualmente pueda ser extirpado -mentiras Diego, mentiras-. El bebé nace con un teléfono y lo celebramos y aplaudimos cuando presiona un botón -no Diego, probablemente no haya vuelta atrás-.
Pero también —nota en esto— despertar libera.
Porque el pensamiento crítico no debe ser visto solo como destruir ilusiones o aceptar una vida sin enmienda, pues también abre nuevos caminos. Nos permite elegir qué queremos conservar, qué queremos transformar, qué queremos imaginar. Despertar debe ser visto como resistencia. Es elegir. Es crear.
Ser conciente debe ser tomado hoy como un acto subversivo.
Entonces ¿Podemos cultivar la vigilia?
Dudar de lo obvio: Cada vez que algo parezca “natural”, pregúntate quién lo dijo, quién se beneficia, qué otra forma podría ser y qué alternativa podría existir. Porque lo “natural” muchas veces es lo normado. Lo que se repite sin pensar. Lo que se instala como sentido común para evitar el pensamiento crítico. Cultivar la vigilia es desarmar el lenguaje heredado, cuestionar las estructuras invisibles, y permitir que la duda sea semilla, no amenaza. La filosofía comienza ahí: en la incomodidad de no aceptar lo dado. En la valentía de preguntar aunque no haya respuesta, pues eso te llevará a nuevas preguntas, y no temer a que el rebaño te apunte con sus uñas desgastadas.
Escuchar el cuerpo: El automatismo empieza por ignorar el cuerpo. El insomnio, el estrés, la fatiga son señales que captan al cuerpo. También lo son el temblor, el deseo, el dolor, el silencio interno. El cuerpo no debe ser visto solo como un vehículo sin freno: es historia, es señal, es resistencia. Escuchar el cuerpo es una forma de tomar el control. El cuerpo sabe antes que la mente, y me atrevería a decir que siempre es así. Y en una sociedad que exige rendimiento, productividad y velocidad, detenerse a sentir se convierte en un acto radical. Asumiré esa exageración.
Leer, ver, pensar: la cultura crítica (filosofía, cine, literatura) hace mucho tiempo dejó de ser un lujo. Tómalo como herramienta y rompe el molde. Rompe el molde y vuelve a construirlo. Leer pero no para acumular citas y alardear por las redes que Dostoevsky, Herman Hesse, Schopenahuer o Bukowski. Úsalo para abrirte entre esas grietas resecas de cinismo. Para dejar de consumir solo imágenes o post en Instagram. Aprender a mirar, a no repetir ideas. Arriesgarse a perder certezas, arriesgarse a equivocarte. La vigilia se cultiva en el cruce entre lo que nos conmueve y lo que nos incomoda. Ahí, en ese cruce, el arte y el pensamiento se vuelven aliados.
Y, definitavemente, desconectarse. Apagar y escuchar pues el ruido constante anestesia y el silencio se vuelve revelador.
Mi vigilia la he intentado llevar por ese lugar y en el camino he recogido pedazo por pedazo desde que mi cuerpo se destruyó, quebró y quemó. He recogido pedazo por pedazo y me he estado armando. Reconstruyendo mis emociones y reencantándome con el creciemiento de un brote en el asfalto. He decidido dejar de escapar y convertir el viaje como modo de vida. Esa es mi vigilia.
Dejemos que los políticos y los mártires virtuales quieran tomar el mundo y transformarlo, todos ellos siempre estan apostando en el límite de la caducidad. ¿Y tú? despierta, tú se tu propia guía, no el héroe, no el mártir. Solo camina distinto. Mira más lento. Escucha lo que no tiene sonido. Y a veces, apaga el ruido que solo vez y oyes. Así comenzamos a entender que no todo tiene algo que decir y que no todo merece una respuesta, si no que merece ser cuestionado.
De Carolina - ¿Cómo enfrentar una lesión medular? Como cualquier duelo
Es evidente, por donde se quiera mirar, que una lesión medular no solo afecta el cuerpo. Irrumpe en la historia. Detiene el tiempo, lo fragmenta, lo reescribe. Y aunque la medicina se enfoca en la lesión, la rehabilitación verdadera ocurre en la mente. Enfrentar una lesión medular es, en muchos sentidos, enfrentar un duelo. Tanto por lo que se pierde, como por lo que te transforma.
Yo lo viví. Y lo sigo viviendo. Esta ya no es una historia cerrada, capítulos que acaban y preparan el siguiente, es un proceso que se despliega cada día con cada acción que decidimos tomar. Intentaré, como siempre, que este texto no se convierta en una receta. Es un plano emocional, psicológico y filosófico. Es también una invitación a mirar el dolor como guía, aprender a conocer qué es lo que te lastima, más allá de un "no puedo pararme".
Y desde el vamos te digo, no andaré con rodeos. Hoy en día mi relación con el tiempo cambió. Para mí se convirtió en una cuenta regresiva, una que me hace consciente del final de mi existencia. El tiempo cambió su valor y ese miedo de proyectar como podría degenerarse mi cuerpo es mi forma de valorar más el tiempo ya que este dejó de ser mi aliado. No vivo proyectando el mañana, no como base. Vivo entendiendo de la manera más consciente posible que el cuerpo tiene caducidad y por ello debo lograr todas mis metas antes de dejar este plano existencial.
1- El impacto inicial: el golpe invisible:
La ciencia lo llama “shock espinal” o "shock neurogénico". Pero hay otro shock, menos visible: el emocional. La noticia de una lesión medular suele llegar acompañada de palabras técnicas, pronósticos inciertos y una sensación de irrealidad. El cuerpo ya no responde como antes, y la mente entra en una especie de suspensión. Es el momento cero del duelo: la negación.
Según Elisabeth Kübler-Ross, cualquier duelo tiene cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. No son lineales ni obligatorias, pero sirven como mapa. En el caso de una lesión medular, estas etapas se entrelazan con la rehabilitación física, los trámites médicos, las adaptaciones del entorno y la reconstrucción de la identidad.
En mi caso, la negación no fue decir “esto no está pasando”. Fue seguir haciendo planes como si nada hubiera cambiado. Fue pensar que en dos semanas estaría de pie. Fue mirar el cuerpo como si fuera ajeno. Fue buscar alternativas para demostrar al mundo que nada había cambiado: como el deporte, los estudios, los libros, alternativas que realicé por inercia. Como acto de rebeldía frente a lo obvio. Y eso también fue parte de mi proceso.
2- La ira: ¿por qué a mí?:
La ira no siempre se expresa con gritos. A veces se manifiesta como frustración, como silencio, como una mirada que evita el espejo. Es legítima. Es humana. La psicología no la condena; la reconoce como parte del proceso. Enfrentar una lesión medular implica aceptar que hay días en que el mundo parece injusto. Y está bien sentirlo.
Desde la neurociencia, sabemos que el cerebro necesita tiempo para reorganizarse ante un cambio tan radical. Las emociones intensas son parte de esa reorganización. No hay que reprimirlas, pero sí canalizarlas. Terapias como la cognitivo-conductual ayudan a identificar pensamientos automáticos y transformarlos en narrativas más compasivas.
Yo sentí esa amargura al principio y demasiada rabia. No llegué a cuestionarme el "¿Por qué yo?" en nigún momento, pero si renegué de todas las personas que me prometieron estar conmigo pasara lo que pasara, que cuando las necesitara estarían ahí. Que irían a verme los fines de semana pero después te das cuenta de la mentira de esas palabras y esa rabia la convertí en rechazo hacia todas las personas. Comprometerse a algo tan importante y no hacerlo me marcó definitivamente. Pero terminé entendiendo que somos seres aclanados, todos tienen sus propios problemas y sus propias preocupaciones, nadie te dará el tiempo suyo por que sí, así que perdoné para mi paz mental pero no olvidé. Canalicé esa rabia y la usé para volverme lo más independiente posible, pero de manera emocional principalmente. No necesitar a nadie para contarle mi dolor. Hoy me molesta el optimismo exagerado. Contra las frases hechas. Contra el “todo pasa por algo”. Contra el "tienes que salir adelante". Y aprendí que la rabia no es enemiga de la sanación. Es combustible si se usa con cuidado.
3- La negociación: si hago esto, ¿mejorará?:
Aquí aparece la esperanza. A veces ingenua, a veces poderosa. Es el momento en que buscamos tratamientos, ejercicios, alternativas. Es también cuando aparecen promesas milagrosas y pseudoterapias y hay que reconocerlas y filtrarlas. Estudiarlas antes de tomar una decisión que puede mejorar o empeorar tu vida. Como aquellos que por infiltrarse células madres en la médula terminaron con más dolor. La ciencia invita a tener esperanza informada: confiar en la neuroplasticidad, en la rehabilitación interdisciplinaria, en los avances médicos reales.
Negociar no debe ser entendida como rendirse. Es buscar sentido. Muchas personas encuentran en esta etapa una motivación renovada para aprender, adaptarse, incluso reinventarse. Aquí es donde la experiencia personal se vuelve crucial: cada cuerpo responde distinto, cada historia tiene su ritmo y también las ideas.
Yo negocié con mi cuerpo. Con la fisioterapia. Con la tecnología. Con la creencia en mi mismo. Con el tiempo. Y aunque no todo funcionó como esperaba, cada intento fue una forma de decir: “todavía estoy aquí”. Y por ello tomé la desición de entrar en el mundo de la programación y la robótica. Si puedo ayudarme a mí también puedo ayudar a los demás y volverlo el propósito de mi vida. Aunque siempre teniendo en cuenta el tiempo, ese que te susurra que todo terminará. Pero lo doblegué: si el tiempo solo retrocede, más impulso y valor debe tener mi vida.
4- La depresión: el peso de lo real:
Cuando la adrenalina baja, aparece el vacío. La tristeza profunda. El duelo por la movilidad, por la independencia, por la vida que ya no será igual. Esta etapa es dura, pero no es definitiva. La psicología recomienda no patologizarla de inmediato. Estar triste no significa estar roto, no. ¡Significa estar vivo! Vivo por que quieres vivir y quieres descubrir y quieres hacer. Eres especial y lo sabes. Eres importante, y lo sabes. Eres neceseario para quienes te aman, y lo sabes.
Aquí es donde el acompañamiento emocional se vuelve vital. Psicoterapia, grupos de apoyo, espacios de escucha. También el arte, la escritura, la filosofía, la comprensión, la expresión de cualquier manera que te haga sentido. Porque enfrentar una lesión medular no se trata solo de solo rehabilitar músculos o mejorar una marcha, para nada: es reconstruir el sentido. Y el sentido no siempre se encuentra en la lógica, sino en la expresión. La lógica te invade por que te das cuenta del problema y sus consecuencias, ¡pero basta de seguir perdiendo el tiempo en ello!, basta de seguir recordando días pasados o posibles futuros. Eres quien atravesó el infierno, tocó fondo y hoy sigue adelante. Eres mucho más que muchas personas, pero sobretodo, eres mucho más que antes de tu lesión. Eres la guerrera o el guerrero que lleva como estandarte "Sigo aquí, y más fuerte que nunca", por que nadie vive lo que estás viviendo. Eres la persona más fuerte que has conocido. Ámate y enorgullécete por ello.
En esos momentos, yo me sentí solo. Saqué a todas las personas con promesas vacías y verme solo frente al mundo me destruyó por meses. Pero neciamente solo estaba viendo y no mirando. Tenía a mi familia ahí, dándome mi espacio pero a su vez queriendo compartirlo conmigo y aprendí que no hay nada más valioso para una madre, un padre o un hermano, que le puedas contar tus problemas y ellos, sin darte la solución, comparten tus dudas y preocupaciones, aligerando la propia mochila que quisite cargar de manera solitaria, mientras subías la montaña más alta de tu vida. Después de eso escribí. Leí. Me hundí en películas distópicas, en filosofía existencial, en música que no buscaba levantarme sino acompañarme en la caída. Y descubrí que la tristeza también puede ser fértil. Que hay belleza en la vulnerabilidad.
5- La aceptación: no es resignación, es transformación:
Aceptar no es decir “está bien, así quedaré por siempre", ¡No! Debes cambiar el enfoque a "Desde aquí comienzo de nuevo”. Es el momento en que dejamos de pelear con la realidad y empezamos a convivir con ella. La aceptación no llega de golpe. Se construye. Se cultiva. Y muchas veces, se alcanza cuando dejamos de buscar la versión anterior de nosotros mismos y empezamos a descubrir la nueva.
Desde la psicología positiva, se habla de “crecimiento postraumático”: la capacidad de encontrar fortalezas, vínculos y propósitos nuevos tras una experiencia dolorosa. No es obligatorio. No es manual. Pero es posible. Y en muchos casos, es profundamente transformador. También lo llaman en Psiquiatría la "sublimación". La sublimación parte del impulso o deseo que, en su forma original, podrían considerarse inaceptables socialmente o problemáticos. Pero la idea es que en lugar de reprimirlos (rabia, ira, pena, verguenza), los transformamos en algo positivo y valioso. De esta manera se canaliza la energía en actividades creativas, productivas o constructivas, lo que contribuye al desarrollo personal y bienestar emocinal.
Yo no soy el mismo. Y no quiero serlo. Porque en esta nueva versión hay cosas que antes no veía. Hay vínculos más honestos. Hay una mirada más lenta. Hay una voz que aprendió a decir "no" o “no sé” sin vergüenza. Y eso ha sido parte de mi aceptación. Conozco mis límites físicos y emocionales pero también con ello sé de lo que soy capaz de alcanzar. No lo olvides, conócelo y atrévete. Estamos en un mundo en donde siempre se pierde y se sufre, y tú, que lo sabes más que nadie, tienes el poder en tus manos de intentarlo una vez más.
6- El duelo como camino, no como obstáculo:
Enfrentar una lesión medular como un duelo no significa, y lo vuelvo a repetir, rendirse. Es un duelo, es una pérdida como cualquier otra pérdida humana. Pero sí significa reconocer que hay una pérdida, sí, pero también una posibilidad. La posibilidad de reconstruirse, de reinventarse, de narrarse de nuevo. Recuerda, reconocer la pérdida. Grábatelo y desde ahí actúa.
La ciencia nos da herramientas. La psicología nos da mapas. Pero la experiencia nos da voz. Y esa voz merece ser escuchada. Cada cuerpo lesionado es también un cuerpo que resiste, que aprende. Que transforma y da ejemplo. Ejemplos que demuestran el poder del ser humano que no se rinde, el poder de seguir adelante ante la adversidad más cruel y aun así entregar una sonrisa y una mirada amable. Seguir adelante. Cada persona con una pérdida, y no solo una lesión medular, es el ejemplo de perserverancia y de por qué seguimos vivos como especie humana.
Y si estás leyendo esto desde el dolor, desde la incertidumbre, desde el inicio del duelo, quiero decirte algo: no estás solo. Tu historia importa. Tu proceso importa. Y aunque el camino sea difícil, también puede ser profundamente humano.
No estás solo.
¿Utopía o Distopía? ¿Futurismo o Cyberpunk?
Hace décadas, vivíamos en el ensueño de lo que vendría. Expectantes ante cada avance científico que revolucionaba el mundo con cada parpadeo. Imaginábamos una vida donde la tecnología ilimitada eliminaría nuestros problemas más básicos, esos que el pensamiento colectivo consideraba universales.
Autores de distintas disciplinas convergieron en una idea común: la llegada del “último humano”, una figura satisfecha, sin grandes ideales por los que luchar, disfrutando los frutos de miles de años de sacrificio. Ciencia y tecnología serían los nuevos motores de la sociedad, superando las guerras ideológicas que nos habían desgarrado. Avanzaríamos. Transformaríamos la sociedad. Enfrentaríamos desafíos éticos y políticos desde una escala moral superior y nada más.
Pero hubo un problema. Nada de eso ocurrió. O peor: la sociedad cuestiona menos, se deja llevar por algoritmos cíclicos, y la tecnología resolutiva está cada vez más del lado de quienes pueden pagarla. ¿Y el resto? Que siga consumiendo. No se darán cuenta hasta que... No, no nos daremos cuenta.
Literatura como advertencia:
En la literatura, encontramos obras que anticiparon este giro:
- "La rebelión de las masas", de Ortega y Gasset: “El hombre-masa no quiere dar razones ni que se las den. Vive en una perpetua disposición a imponer sus opiniones.”
- "El fin de la historia y el último hombre", de Francis Fukuyama: “La historia ha terminado. Lo que queda es administrar el aburrimiento.” (La utopía liberal como punto muerto.)
- "El choque de civilizaciones", de Samuel Huntington: “La política global del futuro estará dominada por el conflicto entre civilizaciones.” (La cultura como nueva frontera bélica.)
- "Nosotros", de Yevgueni Zamiatin: “La libertad y la criminalidad son inseparables.”
- "El dador", de Lois Lowry: “Cuando la gente tiene libertad para elegir, elige mal.”
- "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?", de Philip K. Dick: “La empatía es lo que nos hace humanos.”
- "QualityLand", de Marc-Uwe Kling: “El sistema sabe lo que quieres antes de que lo sepas tú.”
- "La naranja mecánica", de Anthony Burgess: “¿Puede el hombre ser bueno si no puede elegir?”
- "Ensayo sobre la ceguera", de José Saramago: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, y eso es lo que somos.” (La ceguera como metáfora de la indiferencia.)
- "Frankenstein", de Mary Shelley: “¿Quién es el verdadero monstruo?”
- "Carbono alterado", de Richard Morgan: "La muerte ya no es el fin. Solo un cambio de cuerpo." (La inmortalidad como mercancía.)
- "Neuromancer", de William Gibson: “El cielo sobre el puerto tenía el color de una televisión sintonizada en un canal muerto.”
- Y la triada totalitarista: "Un mundo feliz", "Fahrenheit 451" y "1984".
¿Qué conectan todas estas obras?
- La ciencia como herramienta de control.
- La uniformidad como pérdida del individuo.
- La felicidad como ilusión para eliminar la libertad.
- Conflictos éticos sobre el libre albedrío, la memoria y el deseo.
Futurismo vs. Cyberpunk:
No confundamos “futurismo” con ciencia ficción. El futurismo fue un movimiento artístico que exaltaba el progreso, la máquina y la juventud. Tenía un optimismo desmedido por la tecnología y una estética agresiva, veloz y metálica.
El futuro, en cambio, no es un concepto obvio. Es una construcción cultural, una proyección que creamos con candor (en la mayoría de los casos, al menos eso espero). Los directores comenzaron a retratar ideas que se alejaban del futurismo brillante y se acercaban cada vez más a la distopía Cyberpunk.
¿Qué es el Cyberpunk?
El Cyberpunk es un subgénero de la ciencia ficción que explora futuros distópicos dominados por tecnología avanzada, decadencia social y megacorporaciones. Su lema no oficial: “Alta tecnología, baja vida.”
El término fue acuñado por Bruce Bethke en 1983, pero se consolidó con Neuromancer de William Gibson. Surgió en los años 80 como respuesta crítica al optimismo tecnológico. Sus influencias:
- Paranoia post-Vietnam y Guerra Fría
- Auge de las computadoras personales
- Miedo al control corporativo
- Pérdida de identidad
- El punk como actitud: rebelión, marginalidad, estilo callejero
El séptimo arte y el giro distópico:
Tras la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo y el comunismo triunfaron sobre el fascismo, dando paso a la Guerra Fría. En los 80s, nacen películas, cómics, animes y libros de ciencia ficción centrados en óperas espaciales: Star Trek, Star Wars, Los Supersónicos. Futuros brillantes donde todo era posible.
Incluso la Unión Soviética imaginó futuros comunistas automatizados. Casas inteligentes, autos voladores, exploración espacial. Nadie nos detendría… o eso creíamos.
Entonces llegaron Blade Runner, Akira y Neuromancer. Nos metieron ese bichito incómodo que te despierta cuando estás a punto de quedarte dormido (te hablo a ti maldito zancudo de verano). El Cyberpunk nos dio la medida exacta del capitalismo desmedido. Se convirtió en una advertencia: Las corporaciones tienen más poder que los gobiernos.
Cine que despierta:
- "Blade Runner" (1982), de Ridley Scott: "He visto cosas que ustedes no creerían.
Ataques de naves en llamas más allá de Orión..." (Y sin embargo, todo eso se perderá...
como lágrimas en la lluvia. ¿Qué es más humano que saber que vamos a desaparecer?)
- "Mr. Robot" (2015), de Sam Esmail: “La sociedad ha sido hackeada. Nos vendieron una versión de la realidad, y la aceptamos sin leer los términos y condiciones.”
- "Gattaca" (1997), de Andrew Niccol: “No hay gen para el espíritu humano.”
(La genética puede predecir tu colesterol, pero no tu voluntad de romper el sistema.)
- "Her" (2013): “La gente siempre dice que no pueden vivir sin alguien... Yo creo que eso es mentira.”
(¿Amor o dependencia emocional con interfaz de voz?)
- "The Matrix" (1999), de las hermanas Wachowski: “La Matrix es un mundo imaginario creado para mantenernos bajo control.”
(¡Gracias por elegir su simulación! Actualización disponible: versión 2.0 con más ansiedad.)
- "Ex Machina" (2014), de Alex Garland: “¿Cómo se siente ser el único que no está programado?”
(Spoiler: también estás programado. Solo que no te dieron el manual.)
- "Children of Men" (2006), de ALfonso Cuarón: “La única cosa que nos queda es seguir adelante. Vivir día a día.”
(Cuando el futuro se extingue, el presente se convierte en resistencia.)
- "Minority Report" (2002), de Seteven Spielberg: “El sistema es perfecto. La única falla... eres tú.”
- "El Quinto Elemento" (1997), de Luc Besson: “Todo lo que ustedes crean, destruyen. Todo lo que construyen, lo convierten en caos.”
- "Elysium" (2013), de Neil Blomkamp: “Ellos tienen máquinas que curan la muerte. Nosotros tenemos turnos dobles y cáncer sin diagnóstico.”
Pero las óperas espaciales se mantenían activas y nos daban la ilusión de futuros brillantes. Solo pensar en "Volver al Futuro" y tanto optimismo con que mostraba lo que podría llegar.
Y así llegamos también al Anime como filosofía visual:
- "Ghost in the Shell" (1995), de Mamoru Oshii: “¿Qué define a un ser vivo cuando todo lo que lo compone puede ser replicado?”
- "Cowboy Bebop" (1998), de Shinichirō Watanabe: “No hay nada que puedas hacer. El pasado no puede ser cambiado.”
- "Akira" (1988), de Katsuhiro Otomo: “¿Quién necesita un dios cuando tienes poder absoluto?”
- "Serial Experiments Lain" (1998): “La red es el lugar donde todos somos uno... pero también donde todos estamos solos.”
(¡Bienvenido al hiperespacio emocional! Conexión garantizada, intimidad no incluida.)
- "Ergo Proxy" (2006): “La conciencia es solo una ilusión que nos impide aceptar que somos máquinas.”
- "Texhnolyze" (2003): “La evolución no siempre significa progreso. A veces es solo una forma más eficiente de extinguirse.”
- "Psycho-Pass" (2012): “La justicia no es más que el promedio estadístico de la moralidad.”
(¡Gracias por confiar en el algoritmo de tu alma!)
Y todo este existencialismo y construcción de la realidad no solo la encontramos en los medios anteriormente mencionados, si no que también en los videojuegos. Una buena historia puede ser contada desde cualquier rincón del mundo:
Videojuegos como tratados filosóficos:
- "NieR: Automata", de Yokotaro: "Todo lo vivo está diseñado para morir. Estamos atrapados perpetuamente en una espiral infinita de vida y muerte. ¿Será un maldición o alguna clase de castigo? Pienso a menudo en el Dios que nos "bendijo" con este acertijo y me pregunto si tendremos algún día la ocasión para matarlo".
(¡No Nietzsche, cálmate!).
- "Death Stranding", de Hideo Kojima: “La gente construye muros para protegerse... pero también para aislarse.”
(Kierkegaard, aléjate.).
- "SOMA", de Frictional Games: “Si mis recuerdos fueron copiados, ¿sigo siendo yo?”
- "The Talos Principle", de Croteam: “¿Qué significa ser libre si todas mis decisiones están determinadas por mis algoritmos?”
- "Metal Gear Solid 2", de Hideo Kojima: “La censura ya no es necesaria: basta con inundar el sistema con basura.”
- Y obvio, de donde nace toda esta narrativa - "Cyberpunk 2077" de Cd Projekt Red: “La libertad es solo una ilusión bien financiada. Te dejan elegir el color de tu jaula, y llaman a eso democracia.”
(¡Bienvenido al capitalismo emocional!)
Cyberpunk, nuestra próxima realidad:
Consciencias cansadas. Desgastadas. Abrumadas. Un refrito del pasado disfrazado de innovación. La imaginación utópica fue lentamente extirpada, reemplazada por la distopía funcional. El mito del futuro está arraigado al capitalismo moderno: crecimiento desmedido como placebo, fe ciega en la ideología del progreso.
Estamos en 2025… y ese futuro no llegó. El futuro se volvió una amenaza. La imaginación colectiva es incapaz de encontrar alternativas. El aburrimiento y las enfermedades mentales —ansiedad, estrés, insomnio— son parte del algoritmo que nosotros mismos alimentamos en las redes.
La globalización se expande, pero también lo hacen la inseguridad laboral y el miedo a las calles. La mentalidad del “emprendedor” se vende como libertad, pero crece de la mano con el pánico al fracaso. Ya nadie —o casi nadie— se imagina una vida en la naturaleza sin cargar las cadenas que ellos mismos crearon.
Buscamos vacaciones para “descansar la mente”, pero son solo píldoras azules de la Matrix: una ilusión temporal antes de volver al sistema. Ansiedad. Ansiedad. Ansiedad. Debes estar despierto para producir más capital. Ese es el nuevo corolario de nuestros tiempos.
¿Seguridad económica? Arriesga tu dinero. No pierdas tiempo. La vida se convirtió en una carrera económica. Pero cerramos las cortinas, apagamos las luces y seguimos haciendo scroll en el teléfono, deseando la vida de otros.
El internet, esa herramienta que prometía derribar todos los muros de Berlín en la autopista del mundo, hoy es solo otro corporativo que nos conoce mejor que nosotros mismos.
Nuestros padres y abuelos nos prometieron que estudiar una carrera era el camino para “ser alguien”. Hoy, en todo el mundo, veo gente con títulos que no alcanzan ni para tener su propia casa. Peor aún: quienes tienen su carrera… trabajan en otra cosa.
Nos contratan como paquetes por tiempos determinados. Poco a poco nos convertimos en apps. Usan nuestros datos para alimentar esas mismas apps y consumir nuestro tiempo.
Posmodernismo, ansiedad y algoritmos:
Todo esto también forma parte de la inquietud del pensamiento posmoderno. No como estética de la nueva era, sino como ciencia social y cultural. El miedo a no poder separar a los seres humanos de las máquinas se convierte en la única salida dentro de la economía de consumo del nuevo orden capitalista.
Y eso, a su vez, se vuelve absurdo: el individuo solo vive en el presente. El futuro y el pasado ya no tienen importancia. Se pierde la fe en la razón y en la ciencia. Cada vez hay más asincronía con el tiempo: “¡Qué rápido pasó el día!” o “¡Este año pasó volando!”
El ocio se convierte en moneda de cambio, pero al mismo tiempo se rinde culto a la tecnología.
El posmodernismo no es una cultura, sino un proceso observado en muchas partes del mundo. Idolatramos influencers, usamos nuestro raciocinio crítico con memes, minamos criptomonedas, nos emocionamos con el último iPhone y dejamos que eso influya en nuestras vidas.
Nos convertimos en individuos más posmodernos e interesantes en una sociedad que no descansa, donde el fetiche son sus luces.
La clase media abraza la cultura de la autoayuda, el placer inmediato del consumo, el culto al cuerpo. Las narrativas de la meritocracia se camuflan bajo la promesa de una tecnología redentora.
Ya ni sé cuántos niños con parálisis, huérfanos por la guerra o hambrientos por la pobreza han sido “salvados” por likes en Instagram.
El Cyberpunk como advertencia:
El Cyberpunk nace en un cuento de Bruce Bethke en los años 80, relatando la rebeldía juvenil, la autonomía y el control social. El género nos habla de una distopía a la que no deberíamos aspirar. No como nostalgia de costumbres pasadas, ni como romanticismo anti-tecnológico, sino como advertencia de lo que podría avecinarse.
Hoy, el Cyberpunk no es solo tecnología. Es música, es estética, es política. Es el debilitamiento del espacio público, la privatización y automatización de la vida social, la falta de cuestionamiento de la existencia, la identidad como mercancía más importante que la memoria.
Vemos cientos de avatares cibernéticos conectados a smartphones que dictan el nuevo comportamiento humano caminando por las calles. Y aún nos preguntamos por qué la ansiedad, el estrés y la depresión crecen tan rápido como las farmacéuticas en cada esquina de la ciudad.
Es el nihilismo en su estado más fresco, dentro de obras baratas y perfiles inalcanzables en el monopolio de las comunicaciones.
Las megacorporaciones depredan el instinto humano, retratado por la adquisición del alma. Estamos a pasos —solo unos pasos— de que esta distopía se haga factible.
Nuestra red social intenta ser algo reservado. Netflix no nos hace felices. Ambos nos mantienen sedados. Y resulta doloroso no disimularlo, porque somos cobardes.
Metrópolis verticales y sueños horizontales:
Las metrópolis siguen creciendo verticalmente, atrayendo hacia la luz todas las polillas que se queman a fin de mes al gastar su dinero. Mientras tanto, los cazadores de polillas usan sus redes para atrapar sus alas… y su dinero.
La diferencia de clases se acerca. Ya no habrá quien pueda convertir sus sueños en sustancia real. Solo quedarán en sueños. La definición más simple de clase media. Y esta se extinguirá, quedando solo en sueños, ricos y pobres.
Homo-Technologicus:
Mientras otros sueños se vuelven realidad —como el transhumanismo y los chips integrados— evolucionamos y “mejoramos” como especie. Tal como lo acuñó Julian Huxley (sí, hermano de Aldous Huxley). Pero la integración tiene un precio. Y ese precio será la pérdida de la humanidad.
Cada vez más conectados. Cada vez menos conectados. Dejando atrás temas éticos y morales y comezando la ultra era de la estética: menos dolor, más tiempo de vida, menos enfermedades.
Esta será la última etapa de la especie humana: el Homo-Technologicus.
En fin... Mientras espero que la nueva sátira social se vuelva realidad y que la revolución tecnológica llegue a su crisis, seguiré viendo memes de gatos y discapacitados.