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Posts sobre "herramientas de autoayuda"

Publicado el 21 Sep 2025

Combatir la Depresión

Previo a mi accidente, nunca me detuve a entender mis emociones ni a darles tiempo; mucho menos me di el espacio para conocer por qué sentía lo que sentía. Me dedicaba a llevar mi cuerpo al límite, siempre compitiendo conmigo mismo, hasta donde podía llegar, y a entender el mundo exterior: mochileaba, viajaba en moto, subía al primer cerro que encontraba —El Cerro La Ballena era mi predilección—, y buscaba respuestas en todos los libros que podía devorar. Creía que la filosofía nietzscheana o sartreana tenían las respuestas del existencialismo, del porqué estamos aquí, del porqué nacimos. Entrenaba y trotaba a diario porque, según yo, eso me conectaba con mis pensamientos. Probablemente me concentraba más y dejaba que mis ideas revoloteasen por donde quisieran en los recovecos de la mente, siempre estando solo. Amo mi solitud. Pero todo eso era la "Gran Fachada" que viví durante 34 años.

Al momento del accidente, fue pura adrenalina. En el hospital todavía tenía la mentalidad competitiva: quería demostrarme hasta dónde podía llegar. Por eso comencé a prepararme para dar la PAES y entrar a la universidad, convencido de que podía hacer todo lo que me propusiera. El paraatletismo, al principio, también fue parte de esa misma lógica: entrenar duro, competir, mostrarle al mundo que era fuerte y que nada me detenía. Pero con el tiempo entendí que todo eso, igual que antes, también era parte de la "Gran Fachada". No había tiempo para las emociones; sentir era perder progreso. Y así siempre estuve existiendo en un lugar termendo y oculto a mis ojos.

Sí, el mundo exterior, ¿Y el mundo interior? Comencé a notar que, poco a poco, me iba enamorando del deporte. Ya no como una demostración hacia afuera, sino como una experiencia profundamente personal: entrenar porque me conecta conmigo, porque me da disciplina, porque me devuelve energía. Dejé de verlo como un escenario donde debía probar algo y lo convertí en un camino de crecimiento. Lo mismo pasó con los estudios: finalmente no entré a la universidad, porque también decidí escucharme y elegir mis propios caminos. Me dediqué de manera autodidacta a la programación, entendiendo que no tenía que cumplir con un molde preestablecido para validar mi capacidad. Elegí lo que de verdad quería, lo que me hacía sentido, lo que me hacía sentir vivo.

Fue ahí cuando empecé a aprender y a usar herramientas concretas para combatir la depresión, no eran pociones mágicas, lo sabía, sino que prácticas que me permiten acompañarme y vivir por sobre existir el día a día. Primero: sentir mis emociones. Cuando aparece la pena, no la empujo; la dejo entrar, la dejo pasar por mi cuerpo y la dejo ir. Me permito llorar —llorar es un arma valiosa, una aunténtica—. Me siento en la cama o en una silla, llevo la atención a los sentidos y pienso: “está bien que esto pase por mí; pero también deben irse, como todo en el mundo”.

Otra herramienta práctica: rutinas pequeñas e inquebrantables. Si no tengo ganas de bañarme, me obligo a poner la toalla sobre la cama y abrir el agua; el ritual pequeño arrastra la inercia. Si el día es pesado, me pongo micro-metas: levantarme, tomar agua, preparar algo para comer, salir cinco minutos al balcón o asomarme a la ventana. Celebrar lo mínimo crea pequeñas señales de logro que, con el tiempo, suman.

Movimiento: no siempre se trata de forzar entrenamientos extremos —la Gran Fachada— sino de movimientos que me reconecten con el cuerpo sin exigirle nada. Un minuto de estiramiento, una caminata corta, o una sesión de electroestimulación cuando toca; todo suma. También uso la escritura: dos o tres minutos para vomitar lo que tengo en la cabeza sin estructura ni corrección. A veces lo quemo; otras lo guardo. La idea es vaciar la olla para que no hierva.

Conexión: pedir ayuda y decir lo que necesito con un trasfondo que solo conocen quienes de verdad necesito. Aprendí a poner límites con quienes no generan seguridad emocional y a acercarme a quienes me sostienen aunque sea con silencios.

Y obvio, mi medicina especial que guardo cuando necesito mandar todo a la mierda: mi playlist. La vastedad de Led Zepellin, la furia de Zakk Wylde, el soundtrack de Cyberpunk Edgerunners y finalmente la melancolía necesaria de Gibran Alcocer y Ludovico Einaudi.

Algo que me ayudó mucho fue aceptar que la solitud elegida es distinta de la soledad impuesta: la primera nutre, la segunda vacía. Si me doy cuenta de que estoy en soledad, busco (todavía con temor) el contacto aunque sea por texto; si quiero mi espacio, lo pido. No es debilidad ni manipulación; es inteligencia emocional.

No todas las mañanas serán buenas. No todas las semanas mejoran linealmente. Hay recaídas, días en que todo pesa, y eso no significa que he fracasado; significa que sigo vivo y que mi sistema está procesando. Cuando la oscuridad es muy intensa —si aparecen pensamientos intensos e intrusivos — ya sé cómo manejarlos.

Hoy puedo decir que combatir la depresión es un ejercicio cotidiano de honestidad conmigo mismo: dejar entrar lo que siento, nombrarlo, sentirlo con el cuerpo, dejarlo salir y volver a intentarlo al día siguiente. Me costó entender que no tenía que demostrar que soy capaz de todo para tapar las grietas de mis dificultades, solo aprender a acompañarme. Si algo te toca de lo que cuento, prueba una de las pequeñas herramientas que uso: deja que la emoción entre, pásala por tu cuerpo y déjala ir. Respira. Llora si tienes que llorar. Haz una micro-tarea y repítela mañana. Eso basta para empezar a cambiar.